martes, 30 de julio de 2013

La verdad


Todos los periodistas sostenemos que nos anima la búsqueda de la verdad.
Algunos soñamos con desmantelar la conspiración más intrincada posible; otros, con develar el más miserable de los conflictos de interés de nuestra política, o por lo menos publicarle las pruebas de infidelidad al funcionario público menos (o más) popular.
Para otros, la verdad es seductora en la medida que se aproxima a lo que creemos, a aquella versión de El Salvador que nuestros corazones soportan y nuestras cabezas entienden. Por eso hay verdades que parecen no valer la pena. Si detrás no hay hedor, ¿para qué molestarse?
El militante periodístico, más amigo de la opinión que de la narración, considera a la verdad sólo como una herramienta para que el país se aproxime a su deber ser (entendido desde un sublime punto de vista ontológico o desde el menos épico afán de conseguir un hueso).
Propensos al maniqueísmo, enemigos de los que son distintos, implacables con los que no nos adulan y espléndidos con los que sí -apetitos que no se acaban con el oficio, como lo ha demostrado el último ex periodista-, la búsqueda de esa verdad, elegida a nuestro gusto y conveniencia, que en cuya definición también supone el desprecio del ejercicio periodístico ajeno, nos va dejando solos. Pero no como a Diógenes, sino como al Minotauro.
En el periodismo, no hay verdades admirables ni oprobiosas, incompletas como son desde un punto de vista estricto. Lo admirable (u oprobioso) es el camino que uno sigue para acceder a ellas.
Quizá por eso lo más digno de nuestro oficio es el método, que no tiene nada que ver ni con la ceguera con la que se inicia una investigación, ni con el prejuicio implícito en la elección o descarte de algunos temas, ni con el uso vanidoso o abusivo que se haga de los resultados.
El método supone una consistencia que va más allá de lo intelectual, que va más allá del poder deductivo y de la prolija recolección de los datos; exige más que el puntillismo del reportero que distingue entre indicios y pruebas; exige más que la pulcritud del editor que no sacrifica un gramo de fuerza probatoria a cambio de retórica intimidatoria; exige, en todos los casos, un compromiso íntimo con el oficio.
Este oficio nunca se trató de ser el más listo, el más popular, el más rebelde, el más sofisticado ni el más versátil; se trató siempre de tomarnos el tiempo que los demás ciudadanos no tienen, y de hacerlo con la energía que ellos lo harían para informar a la comunidad de aquellos problemas que la afectan,  conmueven y le incumben. Y en hacerlo como si fuéramos uno más, y no al revés. Si no hay empatía con aquellos a los que servimos, el oficio se transforma en cualquier otra cosa, desde una profesión más hasta un negocio sin obligaciones.
La comunidad puede vivir con periodistas obsesionados con "la verdad", pero no sobrevivirá el día que no haya ni uno solo obsesionado con brindarle su servicio.


El funcionario

Columna de opinión publicada el domingo 23 de abril de 2017 en la edición print de La Prensa Gráfica, a propósito del presidente de PROESA ...