viernes, 6 de noviembre de 2009

Deberíamos platicarlo

Sólo la desgracia y la selección nacional nos ponen de acuerdo.
Todo lo demás, desde lo relevante –religión, la cosa pública, mitigación de desastres- hasta lo intrascendente –banderas en un redondel, honores fúnebres, llaves de ciudades-, es materia de disenso entre los salvadoreños, acostumbrados históricamente a resolver las diferencias violentamente.
Esa manera de pensar supone un sino trágico: si no tienes la fuerza suficiente, mejor cállate. Y no se me ocurre mejor ejemplo para ilustrarlo que los 40 pasajeros apelmazados en un bus. Todos y cada uno tiene un reclamo por la deficiente atención, por la música infernal que el motorista lleva a todo volumen, por las maneras del impresentable cobrador. Sin embargo, la lógica invertida de este gremio desanima al cliente a protestar… es que el motorista viaja armado… gracias a una ley que se lo permite.
Recién escuché a un analista político quejarse de la apatía de los ciudadanos, que no “exigen más” a los partidos políticos. Es un reclamo válido que todos le hemos hecho a ese colectivo ambiguo, pero es una pregunta hecha a espaldas de la historia. ¿Cómo pedirle a los salvadoreños que conquisten espacios para expresar sus opiniones, si durante años el mismo Estado ha etiquetado, vulnerado y alguna vez proscrito el ejercicio de la ciudadanía? En estos días, además, todo se lee en clave de guerra: propaganda o enemigos.
Como resultado de años de ese no por lógico menos lamentable desinterés por los temas nacionales, la vida política de nuestro país es ahora tan pobre que sólo la animan los partidos políticos, y algunos órganos afines a los mismos, de sabores ya conocidos.
Es un desperdicio de capacidad, porque habemos miles de salvadoreños, adentro y afuera de las fronteras, que nunca hemos entendido la realidad con el maniqueísmo de nuestros mayores, que no consideramos enemigo al que opina diferente que nosotros, deseosos de que se nos escuche sin ponerle una calcomanía a nuestras consideraciones.
O dicho de otro modo, habemos muchos con ideas que no caben en ninguno de esos cumbos a los que sólo les caben votos.
Lo que necesitamos todos, entiéndase los de ayer, los de hoy, los de más tarde, es espacios para platicar. No pretendamos ponernos de acuerdo (ya ni la desgracia lo consigue, y la selección, quién sabe), no seamos tan petulantes de aspirar a la uniformidad de criterios, noción de algunos políticos en principio mesiánica y al final totalitaria. Que nos baste con escuchar al otro, aunque no estemos de acuerdo ni siquiera en el modo con que pronuncia la erre. Preocupémonos por dotar a nuestros menores con la herramienta de la tolerancia.
Y no seamos tan ingenuos creyendo que el sistema político tal cual existe hoy nos la proveerá. Los partidos políticos se han nutrido de la intolerancia generacional; sus discursos, incluso los de sus “cuadros jóvenes” son expresión de ese cultivo.
Sin tolerancia, el futuro es predecible. Al menos en eso, estaremos de acuerdo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Arena y otras ficciones

Son tiempos difíciles para ser arenero. Supongo.
Serían más fáciles de sobrellevar si los dirigentes de ese partido político tuvieran la disciplina intelectual para sobreponerse al facilismo de la viruta ideológica y analizar las razones, no de su derrota electoral, sino del fracaso de su proyecto.
Estudiar por qué se perdieron unas elecciones es una tarea secundaria. Las razones, que van desde la deficiente comunicación hasta una dupla realmente nefasta, son irrelevantes, a menos que uno sea Rodrigo Ávila. Y ni así.
Trágicamente, en ese partido no se ha producido ni siquiera ese estudio, mucho menos un esfuerzo de entender si esos 20 años de poder casi absoluto hicieron una diferencia en la vida de los millones a los que gobernaron, o si sólo sirvieron para enriquecer a un reducido sector del gran capital salvadoreño y formar una nueva clase media alta, la de sus tecnócratas.
Hoy, esa misma tecnocracia, representada en un grupo de profesionales del poder que de modo curioso prosperó exponencialmente al mismo tiempo que hacía servicio público, es noticia porque “se ha rebelado”. Los “desobedientes” no son sino un grupo de diputados entre propietarios y suplentes, directores departamentales y no sé qué otras cosas más, todos ellos con inconfundibles nexos con el último ex presidente de la República.
“Quieren sabotear al partido”, dice uno; “esto es el saquismo contra el donfulanismo”, analiza uno de los sabios de la tele; “esto es obra del FMLN, faltaba más”, sentencia el de siempre. Y en todos estas líneas de reacción, patrocinadas desde los dueños de Arena, se peca de lo mismo: autocrítica cero, y ni una pizca de sinceridad.
¿Qué podía cultivar un modelo de hacer política en el que lo sectario prima sobre el interés común, sino cuervos de ese calibre? ¿Si el propósito de dos décadas ha sido conservar el poder, las prerrogativas y servirse del Estado sin rendir más cuentas que las cosméticas, qué esperaban de sus más adelantados estudiantes?
Experta en venderle ficciones al país a través de la heterogeneidad de sus órganos, la derecha política nacional sufre ahora este inesperado giro, obra del pragmatismo más descarado posible. Acostumbrada a vivir en estado de guerra contra enemigos inasibles (el comunismo internacional, las armas enterradas después de Chapultepec, el chavismo, el melzelayismo), ahora los reflejos de la maquinaria ideológica no funcionan.
Las baterías areneras de modo paulatino se enfilarán contra un nuevo “eje del mal”. Sus voceros llevarán este tema a ese campo de lo maniqueo, de los buenos conmigo y los malos sin mí en el que se sienten tan cómodos. Habrá quien saque unos cuantos pesos, otro que reciba protección ante los entes contralores, zutano conseguirá unos cuantos votos para sus proyectos, y mengano verá expuestos algunos trapitos al sol. No más.
Y dentro de tres años, acaso los votantes tengan una bandera más que marcar, quizá la mayoría siga marcando las mismas dos que ya sabemos. Lo seguro es que el nuevo pensamiento político de derecha que le urge a El Salvador no saldrá de una Arena que después del principal terremoto de su vida electoral, salió corriendo a ver a su peinadora.

miércoles, 7 de octubre de 2009

El mundo al revés

Turismo macabro lo han bautizado. Consiste en recorrer el Cementerio de los Ilustres, escoltado fuertemente por agentes policiales, mientras un guía relata la vida de los salvadoreños ahí enterrados, amén de los adivinables cuentos de aparecidos. Quienes lo practican aprovechan para conocer al mismo tiempo los sitios históricos del centro de San Salvador.
Escuchada en frío, es una buena idea, un modo válido de escapar de la rutina, para algunos el único modo de conocer parques y plazas sepultados en el desorden de nuestra ciudad. Pero después de darle pocas vueltas, no es sino la metáfora más cruda de cómo somos, de cómo son nuestras autoridades, y de lo alrevesado del "salvadorean style of life".
En primer lugar, es la renuncia final de los ciudadanos a sus derechos no elementales, uno de ellos el disfrute del espacio público. Como si fuéramos delincuentes, no hay modo de pasear por ciertas esquinas, ciertas cuadras, ciertas zonas, si no es con el apoyo de la Policía. La situación es así aún cuando esas esquinas, esas cuadras y esas zonas son el patrimonio histórico de todos. Los muertos somos nosotros, deambulando con miedo por el centro, y los vivos son aquellos que viven de la anarquía comercial y urbanística.
El contribuyente renuncia al ocio en la vía pública porque la autoridad, llámesela municipal o estatal, se ha quedado de brazos cruzados, sin entender al espacio público como un reducto inalienable para las expresiones más ordinarias de la vida ciudadana. Y tampoco los empresarios parecen interesados en siquiera fomentar la discusión sobre recuperar no sólo el centro sino la circulación segura por otras zonas de viejo cuño porque a ellos mismos les conviene dejarlo así. De lo contrario, los centros comerciales permanecerían vacíos.
Sí. Es el mundo al revés. Los que hacemos nuestros deberes, los que trabajamos todos los días respetando el sistema lógico de las cosas, estamos confinados a las cuatro paredes, ya sean las de nuestras casas, oficinas o del "mall" más cercano. Ahí van nuestros niños, corriendo adentro de esos armatostes de cemento, con la misma fruición con la que nosotros lo hacíamos en los parques y canchas que colindaban con la colonia, hace ya dos o tres décadas.
Mientras, hombres y mujeres que sirven como peones del juego de la extorsión y el agiotismo, de la ominosa renta, de la rentable piratería, de ese mundo comercial paralelo insultante y visible en el que no se requiere mayor requisito que ser pariente, amigo o mujer de un marero, de un corrupto mando medio municipal, de un activista o de un dirigente de los ambulantes, gozan de los espacios por los que otros incluso pagan impuestos. Eso es lo verdaderamente macabro.
El tiempo pasa, los gobiernos municipales se suceden, unos de un color, otros de otro, coaliciones, sin que ninguno busque los consensos para encarar el problema, ya sea por las buenas, con una mesa multisectorial no excluyente, o por las malas, ya que rescatar el centro o cualquier otra zona implica sacar a los buses del trayecto, y a vendedoras, ya sean de verdad o ya sean las de fachada. ¿Eso es posible sin la fuerza? Tal vez. Pero es imposible sin la voluntad de nuestros líderes.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sin tantas vueltas

¿Por qué somos así? No lo sé. Tal vez sea que leemos poco, que el verbo es un arte olvidado, que no tenemos claras nuestras ideas, o que tenemos miedo de ser directos y puntuales. Sea por lo que sea, ¡cómo nos cuesta hablar sin vicios!
Ni monotonía, ni anfibología ni solecismo. El vicio elemental que nos traiciona a los salvadoreños es el de dar vueltas y más vueltas, el de no revelar con claridad lo que pensamos, una suerte de degenerada etiqueta que vuelve bicho raro al que al pan le dice pan.
Entre los principales representantes de este comentarlo todo sin decir absolutamente nada, de esta verborrea sin sustancia, están nuestros funcionarios.
Hace poco, una decena de ellos se pavoneaba, con atronadores aplausos incluidos, de la elección del nuevo fiscal general, y a propósito de la ocasión regalaba emocionadas declaraciones que en el fondo eran sólo eso… dar vueltas y vueltas.
¿No es mejor, pregunto, en lugar de esa falacia de “hemos elegido a un candidato que no representa a ningún interés específico”, decir sin pelos en la lengua “votamos a uno que no tenía aroma a Saca”? ¿O ahorrarse el poco creíble “Astor era una buena ficha pero la sacrificamos en pro del interés común” por un más honrado “nos quitamos dos problemas, a Astor y a Henry Campos”?
A lo que voy es que hace tiempo que se sabe quién, por qué y adónde. Nuestros políticos se mueven en un mundillo poco complejo. Los para qué de sus decisiones son a veces difíciles de discernir, pero generalmente tienen que ver con hacer ganar dinero (o más dinero) a sus patrocinadores, protegerlos de amenazas como un fiscal demasiado preguntón, y garantizarles un clima proclive a sus negocios, sobre todo los que tienen que ver con el Estado.
Tratándose de intereses tan obvios y de acciones tan predecibles, el único biombo que los protege de verse desnudos ante la opinión pública es su deficiencia retórica, una jerga que ha reemplazado los argumentos con epítetos, repleta de eslóganes y baratos lugares comunes, una “forma mentis”.
Semejante preciosura del lenguaje, además de ocultar lo mediocre y poco preparados que son algunos diputados, parece ser contagiosa, a juzgar por lo que se ve, se escucha y se lee estos días. Y la falta de claridad en la expresión suele aparejar una superficialidad en el análisis, como si el ideologismo que la soporta fueran unas gajas que en lugar de precisar la realidad, te volvieran más míope.
Han pasado suficientes cosas en los últimos meses como para que funcionarios, analistas y hacedores de la polis continúen con los mismos tics, y se aferren a lo políticamente correcto. Suficientes mentiras se dijeron en la infancia de nuestra democracia, suficientes mediocres vivieron del erario, suficientes argollas medraron sobre la base del secuestro de la información y el sesgo ideológico.
Es cada vez más claro que el juego es el de siempre, que hay unos preocupados por mantener sus prebendas, que todos los partidos tienen sus clientes debidamente identificados, y que en medio de ese bazar de gangas, la ciudadanía tiene el reto de encontrar vehículos de expresión más convenientes y representativos. Entonces, ¿para qué tantas vueltas?

miércoles, 9 de septiembre de 2009

No basta

Versión amplia del post anterior, para publicar en Séptimo Sentido este domingo13. He retomado algunos conceptos, no necesariamente para aprobarlos, del pensamiento de Giovanni Sartori. Reconozco que hay algo de rabia en algún párrafo; lo espero.

NO BASTA

Reporteros y fotoperiodistas a ambos lados del Atlántico lloran a Christian Poveda; fue ultimado a tiros en una circunstancias que, si bien oficialmente desconocidas, son de fácil recreación para cualquier salvadoreño. No era un hombre temerario, de esos que se arriesgan sin saberlo, sino sólo un hombre que preguntaba para los demás, pese al riesgo.Las maras no son un problema menor; para un creciente porcentaje de la población, es el problema cotidiano, no una ilusión mediática ni un tema de conversación de sobremesa. Entender el fenómeno es menos urgente que proteger a los civiles, y eso no se conseguirá sin rescatar el espacio ciudadano, con lo que eso pueda significar en términos de intervención policial. No es un tema de delincuencia común sino el de la erradicación de un modo de vida que se extiende ominosamente, una subcultura que la mayoría de los salvadoreños detesta.Poveda lo recreó como lo haría un antropólogo porque en efecto, las maras están mudando, de ser una variante delictiva a ser una subcultura; en otras palabras, es un fenómeno que no se resuelve platicando.
Las palabras no bastan. Pedirle a los periódicos la sangre se vea menos sangre, pedir que los ciudadanos denuncien al miserable que llama extorsionándolos “eso sí, con todo respeto”, sugerir a la gente despitolizarse… nada de eso basta. Este es el principal problema de El Salvador, no una escalada de números. Su complejidad no deviene de lo “intrincado” de su naturaleza –habemos no delincuentes y delincuentes; en medio, nada-, ni de que será laborioso “dialogar” con los mareros para alcanzar “unos nuevos acuerdos de paz”. Por Dios. No. Lo verdaderamente complejo es que, para decidir en esta materia, se requiere de un importante capital social, y parece que ni el Estado ni el Gobierno de turno ni el aparato político partidario que lo soporta ni el que lo sabotea tienen interés en recogerlo.
Uno no lo entiende. Por primera vez en la historia salvadoreña, parece que el control del Gobierno y el poder económico están separados, es decir, son entidades fácilmente distinguibles una de la otra. Si los unos ya ganaron la administración de la cosa y los otros reparan en que el cambio de administrador no es el Apocalipsis, ¿no es tiempo de sentarse a pensar en esa inmensa mayoría de todos nosotros a los que no nos interesa el cuánto ni la cosa, sino sólo la paz?
La democracia es “la tiranía” de la mayoría, con respeto a las minorías. En específicas porciones de los 262 municipios de nuestro país, la relación se ha invertido grotescamente, y cada día que pase sin que las autoridades reaccionen, el problema se irá agudizando porque ese ilegal sistema de vida necesita sólo de financiamiento, y si algo no les ha costado es mercadear con el terror. Siempre tendrán un crimen por el cual cobrar.
Señores, olvídense de lo políticamente correcto, de esa ideología sin metafísica que nutre sus banderitas. Volvamos a lo primigenio: si cedemos nuestros derechos al Leviatán, no esperamos de él sino que garantice nuestra libertad a través del gobierno de la ley. Si el monstruo no muerde… ¿quién lo necesita?

jueves, 3 de septiembre de 2009

Poveda

El asesinato de Christian Poveda ha conmocionado a miles de personas, sobre todo afuera del país. Reporteros y fotoperiodistas a ambos lados del Atlántico lo lloran; fue ultimado a tiros en una circunstancias que, si bien oficialmente desconocidas, son de fácil recreación para cualquier salvadoreño.
Conversé con él dos veces nada más. Siempre admiré su trabajo, su valor más alla del temor. No era un hombre temerario, de esos que se arriesgan sin saberlo, sino sólo un hombre que preguntaba para los demás, pese al riesgo.
Las maras no son un problema menor; para un creciente porcentaje de la población, es el problema cotidiano, no una ilusión mediática ni un tema de conversación de sobremesa. Entender el fenómeno es menos urgente que proteger a los civiles, y eso no se conseguirá sin rescatar el espacio ciudadano, con lo que eso pueda significar en términos de intervención policial. No es un tema de delincuencia común sino el de la erradicación de un modo de vida que se extiende ominosamente, una subcultura que la mayoría de los salvadoreños detesta.
Poveda lo recreó como lo haría un antropólogo porque en efecto, las maras están mudando, de ser un modo de entender la realidad, a un Estado dentro del Estado, uno que terminó matándolo.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Crimen y castigo

Esta columna saldrá publicada este domingo 30 de agosto en Séptimo Sentido. Digamos que de aquí al sábado por la noche es un avant preview.

CRIMEN Y CASTIGO
Antes de que un pandillero te mate de un tiro a quemarropa, no creo que se piense en ninguna otra cosa que aquellos a los que amastes.
En ese momento, no hay funcionarios, debates, cifras, análisis, requisas, regulación de escuchas, conceptos occidentales, idearios, Job ni Estado. Sobre todas las cosas, no hay Estado. Sólo hay un summun de angustia, un estruendo. No más. Nunca más.
El de las pandillas no es un tema; es el tema de este y de cualquier gobierno de nuestro futuro mediato. Es una deficiencia de nuestra nación, una tara que invade todos los órdenes de lo cotidiano, un obstáculo insalvable para gozar de alguna calidad de vida.
Hay colonias en las que opera un Estado dentro del Estado o a espaldas de este mismo; son territorios controlados por pandillas, en los cuales hay leyes distintas, y una oprobiosa subversión de los derechos ciudadanos. La Policía ni se atreve a entrar ahí.
La situación de esos ciudadanos, la mayoría capitalinos, es grave. Tener de vecinos a los delincuentes equivale a dormir en una cuerda floja arriba del infierno.
Y por otro lado, en varias ciudades del país y sobre todo en el centro de San Salvador, opera una red de extorsión que ha extendido sus tentáculos a través de ventas callejeras, piratería e indolencia municipal; el marasmo de las autoridades policiales, capitalinas y gubernamentales le ha regalado a esa mafia suficiente tiempo para ser probablemente el punto de convergencia de la delincuencia común con el crimen organizado.
Para millones de salvadoreños, el país se vuelve invivible. Recurrir al transporte público, ir al mercado, caminar por la calle, gozar del único parque cerca de la colonia… muchas de esas actividades están ahora relacionadas con alguna posibilidad del horror.
¿Puede el Estado actuar a la altura?
Hay fundamentadas dudas. Históricamente, la PNC ha quedado debiendo, unas veces por falta de recursos y otras por estricta incapacidad de sus directores o corrupción de sus mandos medios. De la fiscalía, el otro brazo punitivo que tendría que proteger nuestro modo de vida, ha podido decirse otro poco; hoy por hoy, ni fiscal tenemos (los pedazos no cuentan).
Desde la sociedad civil, a través de expresiones tan disímiles como pueden ser las que emergen de ANEP y las que salen de entre los buseros de la 53-D, se reclaman medidas, a las que las autoridades de ayer y de hoy han sabido responder únicamente con cifras, shows en horario estelar o culpas a la oposición de turno.
¿Qué podemos hacer? Como ciudadanos en solitario, nada. Asociándonos entre nosotros para reclamar una respuesta del Estado, mucho. Ojo, una respuesta radical.
Debe ser radical en dos direcciones: primero, en revisar absolutamente todo lo que hemos desechado o aceptado en materia de castigo del crimen; segundo, en considerar de modo efectivo la opinión del público a través de mecanismos de democracia participativa, y someter a ella algunos aspectos de la legislación. La opinión sobre la ley no puede ser monopolio de unos magistrados tan tristemente confiables como para estar actualmente ocupados en un debate valiente ¡y público! sobre si se dejarán o no quitar un carro de su flotilla y vales de gasolina.

martes, 18 de agosto de 2009

Cosecha agostina

Esta columna, que publiqué recién en la revista "Séptimo Sentido" de LPG fue producto de mi última vacación. En un principio pensé intitularla "Apocolíticos", "Poligrulladas", y otras salarruelencias que obviamente le saldrían mejor al Maestro Puesiesque que a este servidor. Al final, la dejé en "Un futuro sin ellos'', que tiene un su olorcito a título de telenovela mexicana pero qué le vamos a hacer... eran las vacaciones, carajo. Bueno, hela aquí...

Para ser político en El Salvador, no es necesario ser inteligente, honrado, conocer a profundidad algo (lo que sea), bonhomía. No se requiere de capacidades especiales; lo único que se exige es militancia. La militancia es un derecho: algunos pertenecen al 20-30 (no, Ciro, la de José José es 40-20), o a la Asociación de Esposas de Diplomáticos, a la Logia de Jugadoras de Canasta o a la Unidad de Vendedoras de Canasto; los partidos políticos salvadoreños son lo mismo, solo que con nombres menos creativos y requisitos poco originales.

Hay muchos casos en los que solo la militancia explica la continuidad en algunos cargos públicos o de elección popular de gente con tan pobres credenciales, no digamos académicas o intelectuales, sino morales. Tenemos uno que se agarró a tiros con la Policía, a otro que parece empleado de los transportistas, a enriquecidos con plazas fantasmas, a una buena argolla de gente que ahora medra bajo el mote de asesores de fracción, a una buena tanda de fracasados candidatos a alcaldes ahora pensionados como gobernadores...

Como fresca burla para los ciudadanos, surge ahora un “nuevo” movimiento, algo así como la galería de bribones de Dick Tracy, reclamando apertura, en un ataque de civismo del cual creíamos que gente como Arévalo, Ríos o Umaña ya estaban vacunados, después de años de vivir de espaldas a la ciudadanía. Lo que nos faltaba, el lobo contando la fábula después de haberse zampado a Caperucita.

Merced a la incapacidad, el descaro y la falta de pantalones de toda esta gente, la democracia salvadoreña continúa a fuego lento, más cruda que mal cocida. Grosero ejemplo fue la reciente elección del tercer magistrado propietario del TSE, una coyuntura ideal para que, por primera vez en la historia de las instituciones nacidas con los Acuerdos de Paz, se asignara un cupo siquiera anecdótico a la sociedad civil quitándoselo a un entenado de los institutos políticos. Pero no. La plaza fue para el PCN, un partido que, si de la “soberana” voluntad del electorado dependiera, ni siquiera existiría.

Hacer del servicio público una carrera, no un chance, y de la política un terreno para la discusión y el acuerdo en vez de para el insulto, la charada maniquea y la componenda, sería poco menos que subvertir el modo de las cosas. Para hacerlo, una de las claves es dejar de contar con los partidos políticos existentes, ninguno de ellos interesado en otra cosa que recuperar o conservar el poder. El FMLN ganó una elección, pero lo suyo no es transformar la sociedad. Es una cuestión de ADN; como algunos de sus ministros ya lo están demostrando, eso de ser reaccionario no es cuestión de ideología sino muchas veces de estricta edad. Su rol histórico parece consumado, y de ARENA no puede decirse menos, ahora queriendo vender la idea de una renovación liderada por un ex presidente de la República.

El futuro siempre funciona. En el del que quiero para el país que quiero, no veo políticos, sino a ciudadanos haciendo política. ¿Ese cambio requiere de nuestros actuales partidos? Todavía...

El humor en Borges

Lo compré por una curiosidad malsana. "El humor de Borges." Es como "La inteligencia de Ciro", "La flema de Chávez", "El hiperrealismo de Saca"... Pero bueno, pensé, un mal título se le escapa a cualquiera, sobre todo si es periodista. Y sí, el autor del libro que recién compré en Sanborn's (vamos, andaba buscando otra cosa menos personal) es periodista. Se trata de Roberto Alifano, colaborador de EFE, del Corriere della Sera, de La Nación, de Clarín.

El tal Alifano, amigo y colega de viajes de Jorge Luis Borges (a quienes no sepan quién es Borges, nos vemos en un próximo párrafo), es uno de esos excepcionales casos en los que el periodismo no está enemistado con la literatura ni con la congruencia.

Pero de eso a que Borges, el domador de tigres, el desdichado más feliz de la literatura fantástica aparte de Job, tuviera humor...

Por eso compré el tal librito, editorial Lectorum, tapa color vino poco pretenciosa con foto de un Jorge Luis yo calculo que en sus 50, tirándose una carcajada fabulosa, 205 paginitas repletas de anécdotas sinceramente poco hilarantes pero célebres de Borges.

Lo llevo a la mitad exactamente. Desde ya rescato para todos ustedes estas dos:
a) citando a Bernard Shaw "los ingleses tienen tres cosas importantes y ninguna de las tres son inglesas. El whiskey es escocés, el té ceilandés y yo soy irlandés".
b) "podríamos llegar a afirmar que Borges poseía el don de lenguas. Leía y hablaba muy bien el inglés y el francés, y bastante bien el alemán e italiano. Por todos es sabido que fue profesor de anglosajón y que por afinidad tenía nociones de islandés. Alguna vez dijo de Leopoldo Lugones: 'Sabe latín y sospecha el griego'. Y en otra oportunidad comentó: 'En nuestro país el idioma francés fue reemplazado por el inglés y el inglés por la ignorancia'.

Por eso digo, yo a Borges le debo los tigres, los espejos, el Aleph y horas de reveladora lectura... pero en eso del humor, me quedo con el PCN.

El funcionario

Columna de opinión publicada el domingo 23 de abril de 2017 en la edición print de La Prensa Gráfica, a propósito del presidente de PROESA ...