Esta columna fue publicada el 15 de noviembre de 2000, en un espacio llamado Para Ver Llover, de la sección de Espectáculos de El Diario de Hoy. Vista casi década y media después, lamento decir que nada ha mejorado, exceptuando quizá el modo de escribir, si acaso menos rocambolesco, del autor, de ustedes servidor.
El Salvador es el paraíso de delincuentes y de los
periodistas de sucesos. Los primeros asaltan, violan, extorsionan y secuestran
a discreción; los segundos nos escandalizan contándonos que, de cada diez
delitos, la Fiscalía suele detener a cinco culpables presuntos, sólo para dejar
escapar posteriormente a cuatro, previo regaño de los jueces. ¿El quinto? Ese
escapa del penal con una sonrisa de oreja a oreja, disfrazado de hipopótamo.
Entender a este país, que asiste al nuevo milenio convertido
en un emporio del crimen organizado a ciencia y paciencia de los legisladores,
supone voltear al pasado con paciencia, honestidad y valor. La madeja social
que, a estas alturas de la bitácora cuscatleca luce como una telaraña con
viudas negras encorbatadas, listas para dar el zarpazo a sufridos cinco
millones de hormigas, comenzó a formarse hace décadas, cuando el autoritarismo,
la pobreza rural, el hacinamiento urbano y el sometimiento de la justicia a los
caprichos del poder se instalaron en el rostro de una nación.
Los noventas trajeron la paz armada, pero no la conciliación
social. La postergación de esa asignatura, cobardemente borrada de la agenda
gubernamental, sólo sirvió para desconsolar a nuevas generaciones de
ciudadanos.
Con la identidad de postguerra a cuestas, una profunda
desesperanza, el descreímiento automático en las instituciones y ahora esta ola
delincuencial, los jóvenes salvadoreños se preguntan, por un lado, de dónde
venimos, velado reclamo a nuestros mayores, y por el otro, adónde nos llevan.
Es difícil saber en qué parte de la realidad se esconde la
verdad, en qué retazo del país se encuentra la justicia. El crimen luce
omnipresente, omnisciente, omnipotente. Monstruo de mil cabezas, cuando se le
cercena una, la siguiente crece, más fuerte, más voraz, impenetrable.
Aún no somos Colombia, donde ya no se diferencia entre los
narcos, la guerrilla, los paramilitares y los escuadrones de la muerte. Aún no
somos Oriente Medio, porque nuestro fervor religioso no llega para tanto, no
tenemos lugares santos y, sobre todo, si no tenemos agua potable, 'cuantimás'
petróleo debajo de la cama.
Así pues, alegrémonos. Nuestra patria (ojo, no confundir con
el cementerio de periodistas patrocinado por un partido político) todavía no
consigue medalla en el campeonato mundial de violencia, pero ya casi. En
nuestras manos, la de decenas de miles de adultos jóvenes, puede hallarse la
fórmula para salir del resumidero. Nos prohibieron entender el pasado, nos
exigen someternos a este sórdido presente. Habrá que hinchar la fe para
reconstruir el futuro. Pero cómo cuesta...