viernes, 27 de febrero de 2015

¿Para qué votamos?

El domingo de elecciones es un feriado sin ruedas ni mango twist. Y así como se festejan las patronales del pueblo sin saber quién es el santo, se procede a votar por costumbre, no por reflexión.

Recuerdo a Chico Quiñónez, el hombre que ganará las elecciones; a Merecen, el partido de la gente pobre, que tenía una paleta de fresa como símbolo; Al Paisa, que era como un club de militares, pero light (si es que tal cosa es posible); y a partidos que siempre metían al menos a uno en las fotos, llámeseles Acción Democrática, PPS, POP, PAR, MAC y un largo etcétera. Algunos de esos partidos y de los hombres detrás suyo animaron las primeras elecciones posteriores al recrudecimiento de la guerra civil en 1981, cuando asistir a las urnas era una declaración en sí misma.
Sí, hubo una época en la que ir a votar era relevante, y no por lo que" esos desalmados harán con el Gobierno", poco original sonsonete sin copyright al cual los salvadoreños ya estamos acostumbrados, sino porque demostraba la convicción de paz de la mayoría, la creencia en el sistema de partidos como camino opuesto al autoritarismo militar. Pese al historial de elecciones fraudulentas a lo largo de las tres décadas precedentes, un millón de salvadoreños participó en las cinco elecciones de los 80, aún cuando como propósito expreso del ya olvidado pacto de Apaneca, el pensamiento de izquierda no estuvo representado auténticamente en ninguna de ellas sino hasta 1989.  
Aún cuando esos ejercicios electorales no podían garantizar más que una movilización del régimen militar a un modo más "benigno" de autoritarismo, y a que algunos analistas las consideraron sólo una argucia de relaciones públicas patrocinada por Estados Unidos, muchos de los votantes entendían lo valioso que era mantener viva esa herramienta para la construcción de una sociedad democrática, en oposición al de la victoria por la vía armada al que aspiraban los grupos fácticos y la insurgencia. Afortunadamente, los electores nunca dejaron de creer.
Treinta años después, el sistema de partidos en El Salvador da la impresión de ser más plural, con una distancia ideológica más grande entre sus polos, léase Arena-PDC entre 1982 y 1989 versus FMLN-Arena desde 1994. Sin embargo, la intensidad ideológica asociada a cada uno de esos polos disminuye con el rejuvenecimiento del padrón electoral, además que cada uno ya ha sido gobierno y en consecuencia los escenarios apocalípticos relacionados con una eventual victoria del opositor ya no conectan con el público.
¿Votar en estos tiempos es tan relevante como en los 80 o los 90? Lo es como revalidación del sistema, claro. Ningún salvadoreño que se diga demócrata puede cuestionar a sus compatriotas que entienden este como un día importante. Pero los institutos políticos se han quedado atrás respecto de la sociedad, no sólo por permanencia de sus cuadros dirigenciales sino por reproducción de idearios extemporáneos. En algunos casos, están tan anclados a sus viejos reflejos que escuchamos a sus nuevos rostros, hombres y mujeres treintañeros, hablando como si el golpe de 1979 hubiese sido ayer. Y en ese anacronismo reside el peligro de que la política se vuelva irrelevante. 
El efecto de esa oferta de contenido tan pobre es que la mayoría vamos a votar sólo para reafirmar nuestra visión del país, ya ni siquiera nuestra afiliación o militancia, valores cada vez más desprestigiados. Y la cosmovisión poco tiene que ver con el desempeño de los políticos, con cómo lo hicieron y lo hacen los gobernantes, con las sonrisas en los spots y con el photoshop en la papeleta. Es mayormente inconmovible.
Votamos como reafirmación de quiénes somos más que en función de lo que los partidos políticos ofrecen y de qué tan bien o mal lo han hecho al gobernar.




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