miércoles, 26 de agosto de 2009

Crimen y castigo

Esta columna saldrá publicada este domingo 30 de agosto en Séptimo Sentido. Digamos que de aquí al sábado por la noche es un avant preview.

CRIMEN Y CASTIGO
Antes de que un pandillero te mate de un tiro a quemarropa, no creo que se piense en ninguna otra cosa que aquellos a los que amastes.
En ese momento, no hay funcionarios, debates, cifras, análisis, requisas, regulación de escuchas, conceptos occidentales, idearios, Job ni Estado. Sobre todas las cosas, no hay Estado. Sólo hay un summun de angustia, un estruendo. No más. Nunca más.
El de las pandillas no es un tema; es el tema de este y de cualquier gobierno de nuestro futuro mediato. Es una deficiencia de nuestra nación, una tara que invade todos los órdenes de lo cotidiano, un obstáculo insalvable para gozar de alguna calidad de vida.
Hay colonias en las que opera un Estado dentro del Estado o a espaldas de este mismo; son territorios controlados por pandillas, en los cuales hay leyes distintas, y una oprobiosa subversión de los derechos ciudadanos. La Policía ni se atreve a entrar ahí.
La situación de esos ciudadanos, la mayoría capitalinos, es grave. Tener de vecinos a los delincuentes equivale a dormir en una cuerda floja arriba del infierno.
Y por otro lado, en varias ciudades del país y sobre todo en el centro de San Salvador, opera una red de extorsión que ha extendido sus tentáculos a través de ventas callejeras, piratería e indolencia municipal; el marasmo de las autoridades policiales, capitalinas y gubernamentales le ha regalado a esa mafia suficiente tiempo para ser probablemente el punto de convergencia de la delincuencia común con el crimen organizado.
Para millones de salvadoreños, el país se vuelve invivible. Recurrir al transporte público, ir al mercado, caminar por la calle, gozar del único parque cerca de la colonia… muchas de esas actividades están ahora relacionadas con alguna posibilidad del horror.
¿Puede el Estado actuar a la altura?
Hay fundamentadas dudas. Históricamente, la PNC ha quedado debiendo, unas veces por falta de recursos y otras por estricta incapacidad de sus directores o corrupción de sus mandos medios. De la fiscalía, el otro brazo punitivo que tendría que proteger nuestro modo de vida, ha podido decirse otro poco; hoy por hoy, ni fiscal tenemos (los pedazos no cuentan).
Desde la sociedad civil, a través de expresiones tan disímiles como pueden ser las que emergen de ANEP y las que salen de entre los buseros de la 53-D, se reclaman medidas, a las que las autoridades de ayer y de hoy han sabido responder únicamente con cifras, shows en horario estelar o culpas a la oposición de turno.
¿Qué podemos hacer? Como ciudadanos en solitario, nada. Asociándonos entre nosotros para reclamar una respuesta del Estado, mucho. Ojo, una respuesta radical.
Debe ser radical en dos direcciones: primero, en revisar absolutamente todo lo que hemos desechado o aceptado en materia de castigo del crimen; segundo, en considerar de modo efectivo la opinión del público a través de mecanismos de democracia participativa, y someter a ella algunos aspectos de la legislación. La opinión sobre la ley no puede ser monopolio de unos magistrados tan tristemente confiables como para estar actualmente ocupados en un debate valiente ¡y público! sobre si se dejarán o no quitar un carro de su flotilla y vales de gasolina.

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